Tan cerca de mi casa

El campo está a muy pocos minutos de mi casa.
Basta sólo cruzar dos o tres calles
para encontrar de pronto el rumor de este río
enroscado en su sueño de azudas y juncales.
Son sólo unos minutos los que median
entre el claxon metálico y el silencio del aire
que la chicharra rasga, o esta canción del agua
que monótona cae como a un estanque.
Son sólo unos minutos, y parece que cambia
algo más que el paisaje.
Al vadear el río y entrar en el pinar
parece que allí encuentro de mí lo que más vale,
o que es tal vez lo único, eterno y verdadero.
Los troncos de los pinos, que se retuercen gráciles,
me recuerdan la vida, que es azar y que es norma,
y que es bella en sus giros de mañanas y tardes.
Al igual que estos pinos yo he vivido
siempre atado a esta tierra que me parte
en dos el corazón,
y que a mi vida hace,
no sé bien por qué extraño torcedor,
monótona aventura y costumbre cambiante.


Por eso necesito recorrer sus senderos.
Bajar hasta este río,
perderme entre el pinar, por los alcores
que ya de verde y malva van vestidos.
Nadie elige nacer, ni de quién nace,
el primer domicilio;
yo no escogí siquiera el rumbo de mi muerte,
ni el lugar de mi oficio.
Yo soy como la piedra, como el árbol,
como este quieto río
que fluye y permanece,
y que huye y se queda inmóvil en su sitio.
Este albero de oro me nutre las raíces
y este cielo de siempre en mi rama respiro.
Yo conozco la tierra mojada del invierno,
el color del otoño en sus blandos inicios,
la breve primavera que tan pronto es verano,
y todo es previsible, aunque solemne, rito,
y lo cumplo y celebro como si ya no fuera una costumbre.
Y sé también los nombres de todos los molinos,
las cosas y los casos, las historias...
y de cada campana su sonido.
Todo siempre es igual.
Y hay veces que me aterra un fatal fatalismo...
El mundo es un palacio fastuoso e inmenso
cuyas llaves me dieron, y yo mismo he perdido...

Por eso vuelvo aquí, como esta tarde,
adonde todo está de mí tan cerca
que casi soy yo solo lo que veo
en el breve paisaje en que se encierra
cuanto fui, cuanto soy, cuanto he soñado,
y es mi sola y mi única riqueza.
Y celebro y despido los hombres que no fui,
en un deshaucio frío que quiero volver fiesta.
Ya la luz de la tarde se retira
y en el cielo se prenden las primeras estrellas
y una nave lo cruza con luz intermitente
—adiós, adiós, oh sombras viajeras—
y yo tomo el camino del regreso,
por la vera del río —sus aceñas
dormidas en el agua,
sus silenciosas piedras,
sus álamos, sus fresnos, el pinar que corona
sus vueltas y revueltas—
y voy con paso lento, como en sueños,
como dado a un lamento tan dulce que consuela...
Un hombre necesita de un espejo,
y aquí está mi cristal, donde mi aliento deja,
al pasar como una vaga sombra,
un vaho efímero de no sé bien qué niebla.
Y ya la noche alumbra con su luna el pinar,
que es más que nunca sombra, sueño, ilusión edénica
y elegía infantil
en esta angustia que me araña eterna.
Por un sendero blanco ya me alejo
del bosque en el que hundí mis sueños y levanto mi hoja nueva,
y veo el río al par de mí correr, detenido y fugaz, hacia su muerte
igual que yo abandono los cerros, la ribera
de este río al que tantos, antes de mí, fantasmas se asomaron,
como el ancla en la lámina del agua se refleja.
Y vuelvo hacia mi casa,
donde sé que me esperan
—¿a mí? ¿al otro? ¿al mismo?—
el rencor en un plato, las nubes en la agenda,
nostalgias al teléfono, cuentas conmigo mismo,
clausura abierta de una biblioteca
con libros cuyas páginas se borran al abrirlos,
un mal amor guardado en la nevera,
el maullar de unos gatos invisibles,
el dorado esplendor de la miseria
de quien fracasa en todas sus victorias,
la búsqueda en la niebla
ante un húmedo espejo de cristal y de tiempo.
Y lejos queda lo que está tan cerca.

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